" El asesor de ese movimiento se fue a la sierra guerrerense: Lucio Cabañas Barrientos”
 


Óscar Flores Tapia.
Tenía la imagen de ser un gobernador difícil, autoritario y déspota, pero tenía
un gran defecto que lo hacia débil:
le encantaban los halagos.

 

Mis sexenios (13)

José Guadalupe Robledo Guerrero.

Florestapismo (1975-1981).

Casi dos años después -en 1976- retorné a Coahuila. En San Luis Potosí mi tarea ya estaba cumplida, 20 nuevos sindicatos obreros realizaban su labor gremial. Mi actividad sindical y mi participación en algunos movimientos campesinos me hicieron encontrarme con un grupo de profesores en la Huasteca ¿hidalguense? relacio- nados con el Partido de los Pobres, organización guerrillera que años antes había iniciado su lucha, luego que fue brutalmente reprimida una concen- tración de copreros que demandaban mejor precio para la copra. El asesor de ese movimiento se fue a la sierra guerrerense: Lucio Cabañas Barrientos, quien traicionado por el narcotraficante Isabel Ramos Ruiz, murió el 2 de diciembre de 1974.

 

Por ese entonces me seducía la idea de la guerrilla. La lucha electorera por el poder para cambiar a México no tenía sustento, el golpe de estado al Presidente chileno Salvador Allende, había cancelado esa posibilidad. Pero una vez que conocí que detrás de estos convencidos mexicanos estaba el narcotráfico, que los dotaba de armas y dinero, dejé esa idea en paz.

Hace un par de meses, cuando en una pasada edición publiqué una “reflexión roblediana” preguntando: ¿Qué sucedería si los cárteles de la droga se decidieran financiar una revolución social en México?, un amigo me reclamó mi “jalada” reflexión, y me reí de su ignorancia, pues no sabía que el narcotráfico siempre ha estado metido con la guerrilla para distraer al ejército.

En fin, para darle solución a un asunto personal, decidí volver a Coahuila por Torreón. Allí me integré a “Línea de Masas”, a cuyo líder Hugo Andrés Araujo de la Torre, había conocido desde principios de los 70’s cuando llegó a la UAC como profesor universitario de la Escuela de Comercio y Administración, y me había relacionado políticamente con él desde el movimiento de los trabajadores de la limpieza de Torreón en 1972.

“Línea de Masas” era una organización de ideología maoísta, y su documento principal “Hacía una política popular”, recogía las experiencias populares de los activistas del movimiento estudiantil de 1968. Hugo Andrés fue miembro de Consejo Nacional de Huelga (CCH). “Hacia una política Popular” es un método de organización y proselitismo político con el pueblo. A estos maoístas los conocimos en la UAC como “Polipops”.

Para 1976, Jesús Salvador Hernández Vélez, actual diputado local priista, era otro de los dirigentes laguneros, a quien le tocó incorporarme en la organización torreonense. Salvador me envío a la colonia “18 de marzo” en Chávez (Francisco I. Madero), el feudo del sacerdote Batarse. Allí, “para mi reeducación”, me integré haciendo adobes, pero no podía participar en las asambleas, lo cual no me importó, pues en éstas se discutía sobre de qué serían los tamales en la kermesse, si de cerdo o pollo. Yo venía de otras experiencias, lecturas y relaciones. Pero me discipliné.

Hernández Velez, en tono de broma, aún recuerda aquella anécdota por la que me quejé en su tiempo ante Hugo Andrés, quien a su manera me respondió: “No te preocupes, házles caso, es que te creen muy grillo”. Lo que me molestaba en verdad era el primitivismo político de los “brigadistas ideológicos” que me tocaron como reeducadores, pues trataban a la gente como mi-nusválidos mentales. Eran pequeñoburgueses que en su vida habían trabajado, cuadrados, dogmáticos y sumamente mandilones. Sus compañeras, que estaban más atasadas que ellos, eran quienes realmente daban la línea.





Hugo Andrés Araujo de la Torre.
Encarcelado en 1976 -por órdenes de
Óscar Flores Tapia- junto con otros compañeros, entre ellos el cura Batarse.

Me quedé en Torreón, busqué trabajo y lo encontré como obrero, primero en la empresa Industrial Lagunera, que fabricaba tornos; y luego en Caleras de la Laguna. Al poco tiempo, algunas compañeras del Hospital Universitario de Torreón, me buscaron y me integré a organizar el trabajo sindical. El Stamuac aún existía, pero Adrián Puentes no le dedicaba atención. Esta labor sindical la hice a escondidas de “Línea de Masas”, pues algunos de sus dirigentes aseguraban que el “Partido Comunista era el enemigo principal”, y Adrián Puentes era del PCM. Y aún cuando los pecemistas no eran santos de mi devoción, me parecía que los maoístas confundían al enemigo.

En ese entonces Óscar Flores Tapia ya reinaba en Coahuila. Tenía la imagen de ser un gobernador difícil, autoritario y déspota, que no admitía disidencia ni le gustaba que lo presionaran. Pero tenía un gran defecto que lo hacia débil: le encantaban los halagos, aunque éstos fueran más falsos que una moneda de dos centavos.

En el periodo florestapista, durante una huelga universitaria por aumento salarial, ante la negativa gubernamental de darle mayores recursos a la UAC, algunos sindicalistas fueron ha hablar con Flores Tapia, y como era obvio los mandó a la chingada, exigiendo que levantaran el paro sindical, porque “una huelga en Coahuila era inadmisible”

Antes de abandonar el lugar, uno de los huelguistas solicitó que le permitiera decir unas palabras, refunfuñando OFT aceptó, sin saber que la melosa pieza oratoria lo haría cambiar de opinión: “Profesor Flores Tapia, usted es un gran gober- nador, proviene de la clase trabajadora, y no es posible que la Universidad se encuentre en huelga, porque el gobernador -que es de los nuestros- no puede otorgarnos mejores salarios para nuestras familias. ¿Qué le diremos a nuestros compañeros, que no pudimos conseguir la generosidad de nuestro gobernador?. Gracias”.

De inmediato Flores Tapia llamó a gritos a su tesorero, Miguel Ángel Morales, y con su vozarrón autoritario le dijo: “ve qué necesita el Rector para hacerle justicia a los trabajadores de la Universidad”. -Ya conozco los requerimientos señor gobernador, pero no tenemos recursos, le contestó el funcionario con manifiesto temor. “Pues consíguelos, para eso te nombré tesorero”, gruñó el gobernante. Y le dio a la UAC lo que necesitaba.

Pero volvamos al tema. Mis actividades sindicales en la UAC fueron descubiertas por “la brigada ideológica”, y me pidieron que renunciara a mi trabajo de obrero, para que me integrara de tiempo completo a la organización, y ellos conseguirían mi salario. Desde luego que no acepté. Siempre estuve casado con mi independencia política y mi soberanía intelectual. Pero lo del pago salarial me llamó la atención y comencé a hurgar sobre “Línea de Masas”, y supe que esa organización estaba financiada por importantes políticos del PRI.

Para entonces ya estaba integrado en la colonia “Camilo Torres” de Torreón. Una pequeña comunidad donde prevalecían los obreros. Allí padecí la censura de los enanos de la “brigada ideológica”. En cierta ocasión, repartí entre los colonos obreros unos ejemplares de la revista “Punto Crítico” que me mandaban sus editores, algunos de ellos habían sido en 1968 representantes estudiantiles en el CCH. Todavía no terminaba de repartir las revistas, cuando fuí llamado por la “brigada ideológica” de la colonia, la que ejercía el control. Vinieron los reclamos, esgrimí mis argumentos. Pero no pude con el atraso político, ellos mandaban. La conclusión: Aquí no se lee nada que no autoricemos, me advirtieron los pequeños burgueses que “educaban” a la gente.

Pese a todo, logré vencer el control político de los mandilones, y a pesar de su oposición me convertí en jefe de trabajo colectivo de la colonia. Y allí pululé, esperando que el tiempo y las circunstancias señalaran un camino. Mientras tan- to la marginación fue mi compañera y amante.

Y la oportunidad llegó. Una noche que cubría el tercer turno en “Caleras de la Laguna”, fueron a buscarme hasta la empresa los dirigentes del agónico Stamuac acompañados de Pablo Reyes Dávalos (+), para solicitarme –en nombre de la camaradería que nos unía ideológicamente- que viniera a Saltillo, porque el berrinchudo de Melchor de los Santos no quería negociar con ninguno de los líderes sindicalistas, pues según el Rector de la UAC, éstos habían hecho una “huelga loca” y resultaron algunos despedidos, entre ellos, mi hermano Jesús y la que después fue su esposa.

En principio me negué, los corrí con todo su léxico convenenciero, pero luego accedí, no por los despedidos sino por las circunstancias. Al día siguiente se resolvió la “huelga loca”, los despedidos retornaron a sus empleos, y desde ese momento me reincorporé a la política sindical universitaria en contra de la opinión de los dirigentes maoístas, que consideraban enemigos a Adrián y a Evaristo porque eran miembros del PCM.

Ya encarrilado en la “grilla” sindical, con un intenso trabajo se consiguió que los trabajadores de los hospitales universitarios de Torreón se sumaran al Stamuac, y el sindicato revivió con el oxígeno que le dieron sus nuevos afiliados.

Mi decisión de volver a la política universitaria trajo sus consecuencias, y antes de que los “mandilones ideológicos” me llevaran ante la asamblea popular acusado de indisciplina, opté por abandonar la “Camilo Torres” y separarme de “Línea de Masas”, sin perder el contacto con mi amigo Hugo Andrés Araujo, a quien ese año, 1976, lo aprehendieron los judiciales en San Pedro de las Colonias, y fue encarcelado -por órdenes de Flores Tapia-, junto con otros compañeros, entre ellos el cura Batarse, quien posteriormente abandonó los hábitos en Chiapas, a donde fueron exiliados, por un pacto entre el obispado de Torreón y el gobierno florestapista.

Tiempo después, el Stamuac con Adrián Puentes y Evaristo Pérez a la cabeza, le disputaban la Rectoría a Melchor, apoyando a un grupo de ambiciosos sin talento ni ideología, sectarios y cuadrados, que luchaban por el poder, el presupuesto y los cargos universitarios. Para salvaguardar al Stamuac, participé en un Consejo Universitario deslindando al sindicato del pleito universitario. Luego los bucaneros me responsabi- lizaron de haberles impedido tomar el poder. A alguien le tenían que echar la culpa de sus incapacidades. Esta decisión marcaría mi destino: rompería mis relaciones con la izquierda “infantil”, como bien los definió Mario Arizpe en su libro.

Este rompimiento tuvo su historia: Poco después de aquella participación en el Consejo Universitario, Evaristo y Adrián, citaron a las dirigentes del Hospital Universitario de Torreón, y sin estar presente me acusaron de “melchorista”. Al día siguiente que lo supe por labios de las que asistieron, cité a Asamblea General, les aclaré la situación, dándole mi versión a los trabajadores, y en consecuencia actúe igual que lo hice en la Chamizal: renuncié a continuar de asesor del sindicato, porque siempre he creído que a los sectores populares los debemos conducir a la victoria. Las derrotas sólo sirven para que los perdedores se lamenten de su incapacidad. Y el Stamuac iba por ese rumbo.


Evaristo Pérez Arreola.
En Torreón corrimos a sus asesores que nunca desmintieron su conducta de porros.

Nunca supe qué orilló a Adrián Puentes a cuestionar mi presencia en el sindicato, pues siempre lo apoyé y lo sostuve como Secretario General del sindicato, incluso hablando a su favor con los grupos que no lo querían, entre ellos el de la Facultad de Medicina y el Hospital Universitario de Torreón, que tenían fuertes lazos con “Línea de Masas”, y que nunca aceptaron su liderazgo, lo acusaban de “charro” y de dedicarse a gastar las cuotas sindicales sin dar cuenta de ello.

La actitud de Evaristo, nunca me extrañó, pues generalmente me oponía a sus directrices y criticaba su línea. Conocía bien a Evaristo. Por un tiempo lo acompañé a organizar sindicatos en las universidades públicas de provincia.

Meses antes de la acusación de “melcho-rista”, Evaristo y yo tuvimos un fuerte altercado, debido a que el grupo que lo acompañaba comenzó a seducir a las compañeras del Stamuac, incluso causaron un grave problema con el esposo de una de ellas, que por suerte no terminó en tragedia pasional. Según Evaristo, estos tipos eran asesores, pero nunca desmintieron su conducta de porros. Los corrimos a todos, y eso nunca me lo perdonó.

Por otro lado, Evaristo era un personaje desconfiable desde que leí el libro del periodista y escritor Juan Miguel de Mora: “Todo lo que usted debe saber acerca de la UNAM”, en donde el autor relataba la protección que le dio Gobernación a Pérez Arreola cuando el ejército se posesionó de las instalaciones universitarias. Un “pitazo” de su amigo Fernando Gutiérrez Barrios le ayudó a ponerse a salvo de las aprehensiones. Ese libro también recupera del olvido, algunos desplegados en contra del movimiento del 68 que firmó Evaristo, quien sin lugar a dudas era un hombre del sistema. Había quienes argumentaban que era agente de Gobernación. Años después, cuando fue alcalde de Ciudad Acuña, se develaría el misterio: Evaristo se manifestó como asesor del Presidente Salinas de Gortari, con ese título retornó a nuestro aldeano estado, impactando a los ingenuos.

En la época que acompañé a Evaristo a constituir sindicatos universitarios en otros estados, en cierta ocasión que había varios conflictos huelguísticos que resolver, me invitó a la Secretaría de Gobernación para entrevistarse con Fernando Gutiérrez Barrios, entonces Subsecretario, “quien nos ayudará a solucionar las huelgas”.

“Don Evaristo” como lo recibió el secretario particular de “Don Fernando”, tenía derecho de picaporte con el policía que asesinó y “desapareció” a decenas de jóvenes que se fueron a la guerrilla en la década de los 70, como secuela de la masacre del dos de octubre de 1968.

Entré al despacho de Gutiérrez Barrios, que con gran familiaridad atendió a “don Evaristo”, quien trató coloquialmente todos los asuntos de las huelgas universitarias. En esa plática nunca ví la línea imaginaria que siempre debe haber entre el poder y los dirigentes de masas. Sin dejar el papel de espectador estuve sentado a un lado de Evaristo en el escritorio que presidía el Subsecretario. Aburrido del torneo de halagos mutuos, me dirigí a ver un retrato de Fidel Castro que se exhibía en uno de los muebles principales de aquella lujosa oficina. Me sorprendió la dedicatoria que de su puño y letra, el comandante cubano le brindaba al Subsecretario: “Para don Fernando, mi hermano, al que tanto le debe la Revolución cubana: Fidel Castro Ruz”.

Mi curiosidad por la fotografía atrajo la atención del poderoso funcionario, y me recetó la visión que tenía de la Revolución cubana y de Castro Ruz. Según el policía de Gobernación, Fidel y él eran hermanos de lucha e ideología, quizás por eso “don Fernando” tenía una fraterna relación con Evaristo, a quien un amigo apodaba “El Rabanito”: rojo por fuera y blanco por dentro.
En síntesis, según desprendí de la perorata de “don Fernando”, la Revolución cubana no la hizo el pueblo de Cuba sino él, porque había protegido en México a los guerrilleros cubanos, los armó, les consiguió un rancho veracruzano para que hicieran sus prácticas militares, adquirió el Gramna, los embarcó y tomaron el poder. En su entusiasta cátedra revolucionaria, “don Fernando” nunca se refirió a los revolucionarios mexicanos, que por decenas torturó y asesinó, seguramente porque no era cubanos.

A la salida de Gobernación, Evaristo me haría una confidencia sin solicitarla: “Don Fernando es mi candidato para que algún día sea el Presidente de la República. Él sería un excelente Presidente, el mejor que haya tenido México en su historia postrevolucionaria”. Me quedé pensando en todas las jaladas que había escuchado en sólo unas horas. Llegamos a comer a un restaurante y de inmediato fui al sanitario y revisé detenidamente mi rostro en el espejo, y le pregunté a mi otro yo: ¿Tengo la cara de pendejo? -No, pero eres provinciano, me contestó mi otra parte. Como todos los chilangos, Evaristo consideraba a los provincianos manipulables y pendejos.

Luego de mi rompimiento con Evaristo y Adrián, Melchor reviró y le ordenó al Stuac que demandara jurídicamente la titularidad del contrato que tenía el Stamuac por el pacto “patronal” que se había hecho años antes con Melchor, en donde se había hecho el compromiso de que el sindicato nunca le disputaría el poder político al Rector.

El Stuac, como era de esperarse, ganó el pleito en la Junta de Conciliación y Arbitraje. El Stamuac herido de muerte y desahuciado desapa- reció tiempo después. Los trabajadores se queda- ron frustados, sin esperanzas y desinformados. Insisto, la izquierda mexicana no es dada a ilustrar a sus seguidores, menos a capacitarlos política- mente. Su costumbre es endosar sus errores a otros y acusar de malos a los contrarios.

Rompí con Adrián Puentes y con Evaristo Pérez, pero no con el compromiso que había hecho con los trabajadores de los tres hospitales de la UAC: el Infantil y el Universitario de Torreón, y el Universitario de Saltillo, que en ese entonces representaban alrededor del 30 por ciento de la planta laboral de la UAC. Mi compromiso fue realizar la homologación de las condiciones laborales y salariales de los trabajadores hospita- larios con el resto de los trabajadores universitarios.

Los trabajadores hospitalarios tenían salarios más bajos, no disfrutaban los días de vacaciones, primas de antigüedad y vacacional ni la semana de 40 horas a que tenían derecho los trabajadores de la UAC. Dicha homologación representaba aumento salarial, incremento de la planta laboral, reorganización de los turnos de trabajo y elaboración de los reglamentos internos.

A todo esto no se oponía Melchor, estaba de acuerdo en reivindicar las condiciones laborales de los trabajadores hospitalarios. Sabía que si no les daba lo que legalmente tenían derecho, le explotaría un movimiento sindical de pronóstico reservado, pues los trabajadores de los hospitales además de combativos, estaban organizados. Por eso me invitó a integrarme laboralmente en la UAC, para que realizara este trabajo que conocía muy bien. Además tenía la ventaja de ser bien visto por el director de los nosocomios torreonenses, el doctor Joaquín del Valle Sánchez (+), con quien llegué a tener una sincera relación amistosa.
Para que realizara la encomienda me dio el cargo de Asesor del Rector, comisionado a los Hospitales Universitarios. Pero sin decírmelo, yo sabía que Melchor quería que fuera un infiltrado de Rectoría en el feudo del doctor del Valle, pues sus relaciones con él estaban deterioradas, y había el riesgo de convertirse en un problema político por el enfrentamiento de ambos. No me presté al juego y conservé mi relación con los dos.

Pese a lo claro de mi acitud, no pude evitar que los celosos colaboradores del doctor del Valle –algunos priistas, otros maoístas, unos empresa- riales y los demás del Movimiento Familiar Cristiano- me vieran como infiltrado del Rector, y comenzaron a bloquearme. Para llevar a cabo mi trabajo me empeciné en conciliar a Joaquín del Valle y a Melchor de los Santos, y finalmente conseguí que se acercaran en un lugar neutral: Parras de la Fuente, limaron asperezas y terminaron siendo buenos y leales amigos.

En ese entonces, Joaquín del Valle Sánchez era un hombre importante y de gran prestigio. Era uno de los doce consejeros del IMSS nacional, manejaba los hospitales del Seguro Social en La Laguna, en donde ponía y quitaba directores de acuerdo a su visión política-sindical. En la UAC era un personaje muy respetado, en dos ocasiones se le ofreció la Rectoría, pero nunca la aceptó. Melchor se la propuso, y posteriormente el gobernador José de las Fuentes hizo lo mismo. En una de esas ocasiones, el doctor del Valle contestó: “En la Universidad hay muchos porros, y yo no estoy dispuesto a lidiar con ellos”.

Del Valle era un hombre sabio, culto y conci- liador. Sabía escuchar y ubicar a cada quien en su justa dimensión. Aborrecía los chismes y le rendía culto a la inteligencia y al talento. Era un hombre de mundo, muy viajado. Fue Presidente de la Asociación de Escuelas de Medicina de Latinoamérica. Entregó la Presidencia de esta organización en Valparaíso, Chile, años después del golpe de estado de Augusto Pinochet. Cuando retornó de ese país, venía visiblemente disgustado con el régimen militar: “hasta los discursos nos censuraron, hubo prominentes médicos a los que no les permitieron asistir, porque en sus países habían criticado a la dictadura de Pinochet”.

En esa ocasión fuí por él al aeropuerto y me enseñó algo que nunca olvidé: “Robledo nunca debemos permitir que los militares tomen el poder en México. Nuestro país es una isla, en un mar de militarismo, que debemos salvaguardar. Los mexicanos no sabemos ni remotamente lo que representa una dictadura militar”.

En otra ocasión me comentó su relación con los Martínez Manatou, habían sido sus compañeros en la UNAM, y me habló de una carta fechada antes de la masacre del dos de octubre de 1968 que le había enviado Emilio Martínez Manatou, entonces Secretario de la Presidencia con Gustavo Díaz Ordaz, en donde le decía al doctor del Vallle que se preparara para que le organizara su campaña presidencial en el norte del país, porque según él, el Presidente Díaz Ordaz le había dicho que sería el candidato a la Presidencia de la República.

El doctor del Valle, que sabía del caso, acusaba a Luis Echeverría del genocidio del dos de octubre del 68, y por consecuencia, de que su amigo no hubiera sido el Presidente. Decía que al momento de la represión militar en Tlatelolco, Emilio Martínez Manatou estaba negociando con los líderes del Comité de Huelga. Pero el destino ya se había escrito con los fusiles de los “milicos” en la Plaza de las Tres Culturas deTlatelolco.

Joaquín del Valle era antiyanqui, aunque la mayoría de sus amigos y colaboradores eran pronorteamericanos. Un día me confío que en su juventud había sido derechista, pero había cambiado cuando escuchó hablar -en el Palacio de Bellas Artes- a Vicente Lombardo Toledano. “En esa ocasión -dijo- unos compañeros y yo acudimos a Bellas Artes con la intención de lanzarle huevos podridos a Lombardo Toledano, nos enfurecía su ideología marxista-comunista. Pero llegamos cuando ya había empezado la conferencia y entramos al lugar para esperar que saliera el comunista y cumplir nuestro propósito. Lombardo era un gran orador, y sus ideas claras y contundentes nos cautivaron. Por eso lo sacamos en hombros, y desde allí cambié mi visión política”.

Joaquín del Valle no era marxista, mucho menos comunista, pero era un hombre inteligente y culto que descubría la verdad cuando ésta se le aparecía, y no le importaba quien la dijera. “La verdad es incuestionable, sólo los estúpidos la combaten”, decía satisfecho de su reflexión. Con don Joaquín aprendí muchas cosas, fue uno de los tantos viejos con quien me relacioné en mi juventud...

 

continuará
Florestapismo (1975-1981).

robledo_jgr@hotmail.com